Homenaje: El QR del Negro Olmedo
Hasta hace poco, los que me conocen íntimamente, saben que no podía ver su imagen en la televisión. Pero no porque no me gustara lo que hacía sino todo lo contrario. Todo. Alguna vez llegué a decir, medio en broma, medio en serio, que él era el padre que no tuve. Hasta mis hijos suelen escucharme decir que El Negro es su abuelo. Aunque conocen a sus abuelos, ellos a veces tienen dudas.
Hoy, 5 de marzo, se cumplen 25 años de la muerte de Alberto Orlando Olmedo, más conocido como El Negro Olmedo. Tanto me afectó esta situación final (se cayó de un piso 11) que es al día de hoy que todavía estoy peleando contra una sensación de vértigo constante que no me deja asomarme a grandes alturas.
Creo sinceramente que él, sin quererlo, me ha enseñado cosas de la vida que nadie me había enseñado antes. Era el maestro de la improvisación, de la ironía, de la picardía, cosas muy extrañas para la televisión. De chico me alucinaba como se escabullía de adelante de las cámaras, para correr a los técnicos, por detrás de los decorados pintados. Esa especie de rompimiento deliberado de la fantasía televisiva me mostraba otro tipo de comunicación. Era la metatelevisión que hablaba de si misma ante una cámara. Todos eran parte del decorado pintado, menos uno que se manejaba fuera de los límites de la pantalla. Y ni que hablar de sus rutinas humorísticas, donde nadie sabía con que podría llegar a salir Olmedo. Pero que nadie imagine un caos. El tipo empezaba se iba y volvía, dando varios saltos mortales en el aire para caer parado, perfecto, al lado de sus partenaires.
El Capitán Piluso, Petete García, el Manosanta, el dictador de Costa Pobre, Chiquito Reyes, Rogelio Roldán, Álvarez y Borges (junto a Javier Portales), Grotowski y Stanislavski, José Refrán, el Gran Huidini, el Cavernario, el Cabecita negra cordobés, el Yéneral González, el empleado Pérez, el nene, el alumno de inglés (junto a Susana Giménez), el Pitufo, el Psicoanalista, o el mayordomo Perkins, son algunas de sus caras más conocidas. A mi, la que más me gustaba era la que respondía a un nombre muy extraño, distinto. Porque no parecía ser el nombre del personaje, aunque su sóla presencia era diferenciada de los otros.
Dice la leyenda urbana que le gustaba comer una ensalada verde, con su bife de chorizo, pero que nunca podía recordar bien su nombre. Porque no era la reconocida lechuga, ni la militante radicheta. Ni que hablar del berro no tan difundido por aquellos años. Es que a Olmedo le gustaba demasiado la hoja tan verde como amarga de la rúcula, la cual con cariño llamaría rucucu. Esa especie de grito tribal (¡Ruuu cu cuu!) antecedía los cortes publicitarios de su programa "Operación Ja Ja" (1967), acompañado de un gesto poco televisivo como era el de tapar la cámara con la palma de la mano derecha. La caracterización de ese personaje casi sin nombre, tenía como vestimenta central un frac pingüino bien negro, camisa bien blanca, pañuelo (o moño) al cuello y gran sombrero bombín, que doblaba casi sus orejas, acompañado por un poderoso bigote, que apenas dejaba asomar los labios del genio artista rosarino. Toda esa catarata de estímulos visuales asaltaron ayer mi mente y me llevaron casi de memoria a ensayar en el programa vectorial esta especie de pixelado homenaje a alguien que he querido (y quiero) demasiado, como la rúcula.
Porque las lágrimas también pueden ser cuadradas.